- Sí, señor, el queso que usted fabrica está muy bueno, pero creo que su hijo se ha dado cuenta de que no es lo que más me gusta de su puesto. No insista en que lo pruebe otra vez.

Coloso en llamas

Remontando ríos de asfalto en Dunedin. Banksy crea escuela

El cíclope digital tiene un sólo ojo

El hombre tranquilo





Las dos islas que forman Nueva Zelanda están llenas de bichos. Muchos de ellos en libertad, lo cual permite observarlos en su hábitat natural, comportándose como suelen sin importarles demasiado la cercana presencia humana. Claro que todo tiene truco y la ballenas que campan a sus anchas por las costas de Kaikoura deben estar bastante acostumbradas al ruido de los motores de los barcos de turistas que se acercan a la zona para divisarlas. Y de esa presencia han hecho un hábito.
Pero también es cierto que el grado de protección que la fauna y el medio ambiente posee en este país no es comparable al de ningún otro, que las leyes al respecto son tremendamente estrictas y, lo más importante, se hacen cumplir a rajatabla.
Ello se traduce v.g., en que el acceso a las zonas habitadas por el pingüino de ojo amarillo -rarísimo ejemplar en vías de extinción que sobrevive en pocos rincones del planeta- durante el periodo de cría es limitadísimo. E igual ocurre con el albatros, el león marino o la foca común.
Eso sí, ovejas y gaviotas, todas las que usted quiera.




Uno de los grandes atractivos de Wellington y del resto de las ciudades neozelandesas es la cantidad de cafeterías por metro cuadrado de que presumen. Las hay de todo tipo y condición, desde las ya clásicas franquicias de grandes cadenas a los cafés pequeños de parroquia diaria.
En la mayoría de estos locales se sirven comidas a todas horas, del desayuno a la cena pasando por el moderno brunch -allí sí que es una práctica habitual-, los aperitivos de media mañana o los de media tarde. Vamos, que están habitados a todas horas.
El de las imágenes es el 'Ernesto', nombre que no dice mucho sin añadir que se encuentra en la calle Cuba de Wellington. Espectaculares tazones de frutas y cereales con yogurt, prensa diaria, música caribeña suave, amables camareras y el sol atravesando la enorme cristalera desde la que se observa el trasiego de la mañana en una de las calles más populares de la capital neozelandesa. Todo un descubrimiento.


El glaciar Franz Josef lo descubrió, para el mundo 'desarrollado', el geólogo prusiano Julius Van Haast en 1865. El tipo bautizó la gruesa lengua de hielos milenarios que acababa de descubrir de tal guisa para pelotear a su jefe, que por entonces era nada menos que Francisco José I, dueño y señor del imperio Austro-húngaro.
Resulta más interesante la historia maorí del lugar, según la cual el glaciar se denomina Ka Roimata, es decir, "lágrimas de la joven del alud". Según la leyenda local, una joven y su aguerrido amante se retiraban a la montaña para mantener sus amorosos encuentros alejados de las miradas indiscretas de los vecinos. En una de estas, el muchacho dio un traspiés y cayó por uno de los barrancos de la zona. El torrente de lágrimas -y suponemos que mocos- que la chiquilla soltó se congeló y se formó el glaciar.
Toponimia al margen, el lugar es, sencillamente, espectacular. Desde el pueblo que recibe el mismo nombre, a apenas 5 kilómetros de la lengua de hielo, se pueden contratar los servicios de un guía con el que echar el día aprendiendo para qué sirven unos crampones, cuanto tarda en llegar el hielo desde la cumbre hasta el valle o por qué el hielo adquiere una extraño color azul según la zona y la hora del día.


En la región de The Catlins, en el extremo sur de la Isla Sur, a los árboles, de vez en cuando, les da por crecer tumbados. El viento ayuda, claro.
¿Años treinta?

Juana de Arco en Christchurch

El tren cremallera de Wellington

A bordo del tren cremallera de Wellington

El parlamento de Nueva Zelanda

Nueva Zelanda fue el primer país del mundo en aprobar el sufragio femenino sin restricciones. Fue en 1893, el mismo año en que se patentó la fórmula de la Coca Cola y nació Mao Zedong. Ante la presión del movimiento liderado por la activista de los derechos de la mujer Kate Sheppard, el gobierno no tuvo más remedio que dar luz verde al derecho de las neozelandesas a elegir a sus gobernantes.
Una recoleta plaza del centro de Auckland que hace las veces de pasaje entre dos calles a distinto nivel recuerda tan significativo acontecimiento con unos tristes azulejos mal conservados.


Esquina de Wellesley con Queen st. Auckland



El faro del fin del mundo. Región de The Catlins, Isla Sur.



Y la movida llegó a Dunedin
El gran navegante maorí Kupe partió de Hawaiki en su barco de doble casco en busca de una tierra mejor. Según la leyenda, fue persiguiendo al pulpo gigante Muratangui cómo Kupe arribó a la costa de una gran isla verde. Cuando su mujer, Kuramarotini, la divisó en el horizonte, gritó: "¡He ao, he ao tea, he ao tea roa!" ("¡una nube, una nube blanca, una larga nube blanca!").

Desde entonces a Nueva Zelanda se la conoce como Aotearoa en lengua maorí, una cultura que, si bien hasta no hace más de tres décadas era menospreciada por la mayoría blanca del país, hoy constituye la base de una identidad colectiva largamente ansiada por los neozelandeses. Desde la famosa haka que los All blacks incorporaron a su parafernalia deportiva al museo más modesto del país, en la Nueva Zelanda de hoy la herencia cultural maorí es motivo de orgullo patrio.

A mí todo esto me trajo una enorme nostalgia de la Expo'92.








Aotearoa es, definitivamente, una territorio verde en el más estricto sentido de la palabra. Y también es una de las naciones con menor densidad de población, con 268.680 kilómetros cuadrados de extensión (el tamaño aproximado de Italia o Japón) y una media de apenas quince habitantes por kilómetro cuadrado. Por situar la cosa en su justa medida: España tiene una densidad poblacional de algo más de 93 habitantes por kilómetros cuadrados, mientras que en Italia la cifra crece hasta los 200 y en Japón se dispara hasta los 335.
No debo pintarrajear las paredes...
No debo pintarrajear las paredes...
No debo pintarrajear las paredes...

Almacén de teatro y tienda de antigüedades. Oamaru



Nunca entendí por qué en algunas agencias de viajes ofrecen como estancia hoteles con una variedad tal de instalaciones que parecen diseñados para que el viajero nunca salga de ellos. Lo cual es, a todas luces, un contrasentido habida cuenta que uno viaja para vivir ciudades, experimentar la calle o dejarse llevar ante la contemplación de un paisaje ajeno a todo cuanto había visto antes. Circunstancias que difícilmente va uno a culminar en el interior de una de esas instalacionres.
Claro que también hay hoteles que parecen estudiados para todo lo contrario, es decir, para que el viajero pase el menor tiempo posible en ellos. El Leviatán, en Dunedin, es uno de ellos. Miedo no, lo siguiente, es lo que uno experimenta al regresar de madrugada a su habitación con el silencio acuchillando el aire y la moqueta del pasillo crujiendo bajo tus pies.


"Tú con tu poder, dividiste el mar y aplastaste las cabezas de monstruos marinos
Rompiste las cabezas de Leviatán y lo diste por comida a las tortugas de mar".
Salmo 74. 13-14
'Piedring' en el lago Wakatipu. Queenstown

Cualquier tiempo pasado ¿fue mejor?

Cosecha del 57. Paseo central de Oamaru.


Émulo de Bob Dylan en el mercado dominical de Dunedin


Parque geotermal Te Puia de Rotorua. La guarida del demonio o de cómo la peste a azufre puede llegar a inutilizar tu pituitaria durante toda una mañana. Sus charcas de lodo inspiraron las ciénagas que habitaba Gollum-Sméagol. Es, además, tierra sagrada para los maoríes.

El hábito sí hace al monje. Es lo que cree el amigo Trevor, dueño de The Court Theatre Costume, una deliciosa tienda de alquiler de trajes para representaciones teatrales, ambientación de películas o simples fiestas de disfraces. El local, en el Arts Centre de Christchurch, es un pequeño laberinto de escaleras y habitaciones donde no cabe ni una sola peluca más. Lo mismo sales de allí travestido de María Antonieta que de alabardero prusiano.
Y para demostrarlo, su dueño cada día atiende al público vestido a la usanza de una década diferente. Lo pillé vestido de bufón de la corte. De esos hay en todas las épocas.